sábado, 23 de febrero de 2013

Ollie.



El sol se puso por el horizonte mientras Ollie pensaba sobre sus últimas relaciones. No tenía demasiado en que pensar, pues solo una reclamó su corazón de tal forma que se perdió a sí misma.

No requirió mucho tiempo para volver a ser quien era, o al menos eso creía. Su corazón se llenó de experiencias que estaba segura de no volver a repetir. Sus ideas estaban claras y se prometió no volver a emborracharse de aquello que todo el mundo llama amor. Un licor dulce que entra por tu paladar, pero cuando llega al esófago la dulzura se torna en amargura difícil de digerir. Supongo que por eso odiaba también el alcohol.
La ceguera de la felicidad le evitaba ver los obstáculos con claridad hasta que caía de boca contra el bordillo a punto de romperse los dientes, pero se levantaba fingiendo no sentir ningún daño, volvía a sonreír y volvía a las andadas. Al día siguiente sentía su cuerpo pesado, magullado y su estómago revuelto. El alcohol le jugó una mala pasada y el amor le devolvió los efectos secundarios.

Ollie ya no lloraba, su corazón se enfrió y lo dejó guardado en el congelador de la cocina. Tenía miedo de sacarlo y que se enfriara para que después el carnicero volviera a cortarlo en pedazos. No necesitaba el afecto de nadie que se encontrara más allá de su círculo cercano, al igual que tampoco tenía la necesidad de mostrar su cariño a la gente de a pie. Pero sin embargo, en el trasfondo de su interior, se sentía sola. Se sentía como aquellos árboles en primavera que perdían sus hojas en el gélido invierno, solo que su invierno era permanente. Al principio se acostumbró a ir perdiendo hojas, no las echaba en falta, pero poco a poco, cuando sintió que su árbol quedaba cada vez más deshabitado, se percató de que sin hojas hacía frío. Nevaba y no tenía nada con lo que cubrirse, sus fuertes ramas se volvieron débiles y se quebraban por la suave brisa de la noche. Entonces pensó que quizás la luz del sol podría devolverle la misma vitalidad con la que partió en un inicio, pero los rayos no querían iluminarla, no querían acogerla entre sus centellas. Cerró los ojos e imaginó como sería si sus tallos volvieran a brotar, cubriendo su cuerpo desnudo de flores, sintiendo el calor del medio día y como la melodía de las golondrinas inundaría los recovecos de sus ramas, formando pequeños nidos. Pero sin embargo, ella odiaba la primavera, le producía alergia. El sol le quemaba la piel y los pájaros se deshacían de sus desechos mientras surcaban los cielos. Los nidos se quedaban entre las ramas esperando a que el invierno los hiciera desaparecer y los insectos hacían acto de presencia revoloteando cerca de las gramíneas.

Por eso las puestas de sol solo le producían la nostalgia de algo que detestaba, pero sin embargo, añoraba poseer.

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