Eran las nueve de la noche en el que celebrábamos la llegada
de los colores, el sol, las temperaturas altas que aún no han llegado y las
hormonas descarriándose por los caminos perdidos entre cortos vestidos y
elegantes escotes.
Entre copa y copa siempre quedaban ganas para un cigarro, y por qué no, de un beso inesperado de esos que te hicieran olvidar que a la mañana siguiente tienes que madrugar y coger el tren de las 7 en hora punta.
Entre copa y copa siempre quedaban ganas para un cigarro, y por qué no, de un beso inesperado de esos que te hicieran olvidar que a la mañana siguiente tienes que madrugar y coger el tren de las 7 en hora punta.
-Buenas noches señorita. Esta flor es para usted.
Las rosas rojas manchaban mi corazón de deseos prohibidos
mientras que sus espinas me mantenían en alerta.
-Se la manda aquel caballero de allí.
Tenía el cabello despeinado, los ojos azules y una pose
chulesca que me hizo vomitar.
-Gracias.
El vacío de la noche me permitía vacilar sobre la existencia
de seres inventados por la humanidad, aquellos que aparecían de repente y te
robaban los besos, la sangre y la piel. Era una idea bastante romántica que se
suspendía en el aire por la literatura de Jhon William Polidori. Las rosas
estaban sobrevaloradas, y las rojas que destilaban lujuria y pasión podían
contener el sabor metálico de un asesinato. Un símil completo.
-¿No tiene miedo de caminar sola por los callejones oscuros?
-¿No tiene usted miedo de caminar solo a plena luz del día?
-La rosa aún no ha acabado en la basura, eso es buena señal.
-¿No tiene usted miedo de caminar solo a plena luz del día?
-La rosa aún no ha acabado en la basura, eso es buena señal.
Me giré y sonreí sarcásticamente apretando el tallo con mis
yemas, sintiendo como las espinas atravesaban la piel hasta llegar a producir
un dolor punzante no muy difícil de soportar. Pétalo a pétalo, desvestí la rosa
hasta desnudarla, dejándola vacía exteriormente mientras yo me sentía llena por
dentro.
-¿Aún sigue pensando que esto es una buena señal? –Le miré
asqueadamente y escupí sobre el solitario tallo.
-Muy, muy buena señal. –Esbozó una sonrisa y caminó cerrando
los ojos.-¿Lo oye?
-¿El qué? –Agudicé el oído a la espera de que algún estruendo lejano rompiera este sigilo tan ensombrecedor.- No oigo nada.
-Eso es. –Abrió los ojos.- Es el silencio de la muerte.
-¿El qué? –Agudicé el oído a la espera de que algún estruendo lejano rompiera este sigilo tan ensombrecedor.- No oigo nada.
-Eso es. –Abrió los ojos.- Es el silencio de la muerte.
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