domingo, 15 de diciembre de 2013

Las lágrimas no se vierten, se derraman.


"La siguiente en marcharse fue mi madre. El día que nos dejó alguien me borró la infancia, me arrancó de cuajo el derecho a toda inocencia y me dejó desnudo de nostalgia a la intemperie de la madurez. Recuerdo que no podía llorar porque el cuerpo inerte de mi madre ya no era mi madre. Era una señora que se le parecía mucho, estirada y con los ojos cerrados pero el faltaban justo las tres cosas que hacían que una señora cualquiera se convirtiese en mi madre: sus ademanes, sus tics y sus gestos. Ese día descubrí que la muerte consistía precisamente en eso, en el cese de todo movimiento. Y de ahí que, más que triste, estuviese intrigado. Si mi madre ya no estaba allí, ¿dónde estaba? ¿A dónde se había llevado tanto amor desinteresado, tantas horas dedicadas sin recompensa alguna, tanta preocupación?

Porque el día que se marchó mi madre se fue la única persona que se preocupaba por mí, dejándome un poco más solo ante todo lo que viniese, que desde entonces siempre sería peor que lo que se había ido."





Que la muerte te acompañe.
                                                                                                                                                 Risto Mejide.




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